miércoles, 4 de julio de 2012

Débil.

Me sentí asqueada. Sentía un revoltijo en el lugar donde hasta hace unos momentos se encontraba mi estómago. Su olor impregnaba mi nariz, mi piel, mi cerebro, mi vida. Ese olor a revolución, a cambio, a nuevo. Su olor me perseguía, no quería irse. Breves pero eternas imágenes retornaban a mí en cada parpadeo. Su pelo, sus ojos, su sonrisa, sus manos, su espalda, su cuello, su cuerpo. Su cuerpo tan cerca del mío, consumiendo mi voluntad y mi sensatez.

Cerraba los ojos e imágenes y sensaciones se agolpaban en mis sienes, estallando y contagiando al resto de mi ser. Inevitable revivir ese momento. Ese mágico momento en el que tiempo y el espacio se distorsionaron, se perdieron, se difumaron. Ese momento cumbre en el que intentamos ser uno en vez de dos, fundirnos en el mismo espacio y romper las leyes de la física.

Me sentí asqueada. Había caído en sus redes y había actuado en contra de lo que creía. Me dejé llevar por sus hechizos, sus palabras hechiceras, esas que me prometieron cosas maravillosas, perfectas, que eran lo que yo buscaba. Me convenció con esos espejitos de colores, sí que fui estúpida.

Sus palabras me encantaron como el flautista de Hammelin a los ratones. Ver sus labios moverse me distrajo del contenido de los sonidos que emitían. Ese movimiento hipnótico, envolvente, avasallador. Sus palabras me chocaron como una ola, se rompieron sobre mí y me dejaron una sensación de frío desorientación. No podía resistirme, y tampoco quise. No voy a decir que fue toda su culpa porque sería mentir. Pero mis sentidos ya no tenían sentido.

Me sentí asqueada por no poder evitar lo inevitable. No pude evitar enamorarme de ese hombre de mirada profunda, de labios suaves y besos cálidos. Con esas manos hechas en el paraíso que son capaces de arrancarle los más bellos sonidos a una guitarra y acariciar mucho más que el cuerpo de una mujer. Con esos pies un tanto torpes que lo hacen moverse para acercarse a mí y darme el mundo. Con unos brazos infinitos, que te dan abrazos capaces de detener el ritmo del mundo. Con caderas firmes que no saben más que amar. Con besos capaces de barrer cualquier convicción, cualquier certeza, cualquier rastro de conciencia. Los besos más inocentes y culpables a la vez, de esos que sin querer queriendo te llevan a otro lugar, uno más íntimo y profundo.


Había jurado no volver a entregar el corazón, a no jugármela por nadie. Había decidido cerrar ese capítulo de dolor después de haber sufrido tanto. Había clausurado el corazón, ya no lo usaba más, lo había guardado en el fondo del baúl de los buenos momentos. Y llegaste vos a revolverlo todo. Y no lo pude evitar.


No, amor. No pude evitar enamorarme de vos.