viernes, 28 de junio de 2013

Soltar

Una vez yo me pregunté por qué me era más fácil escribir las cosas tristes que las felices. Si a mí me encantaría poder contarlas por igual, ¿qué me prohibía hacerlo? Hoy lo entiendo por fin.
No es que algo me lo prohíba. Es que la felicidad se me sale por los poros, las cosas buenas se contagian. Lo bueno se comparte, simplemente me nace regalarle al otro un poco de esa alegría, de esa sonrisa, de esa buena onda. Pero lo malo no. No me sale, ni nunca me salió, y dudo que alguna vez me vaya a salir. Entonces, como no me sale compartir con los demás lo feo, triste, malo o como quieras decirle, todo eso se instala en un apartado especial donde pongo ese tipo de cosas y se guarda para ser abierto y explorado sólo en soledad. Pero llega un punto en el que esas cosas no se pueden disimular más,  no se pueden tapar ni camuflar ni nada; y es ahí cuando las manos se me van hacia un papel o un teclado.
A veces hago una mirada global de mis apariciones escritas en diversos medios y veo eso: veo las cosas tristes, las cosas dolorosas, lo que me rompió el corazón, lo que me sacudió el mundo; pero muy poco de lo que me emocionó, de lo que pintó una sonrisa en mi cara y/o en mi corazón, de lo que me hizo bien. Eso es lo malo -entre otras cosas- de mirar para adentro de una misma: cuando lo hacés ves todo eso que está ahí siempre pero que querés ignorar, ves lo que sos y lo que mostrás ser.
A raíz de ciertos "momentos bisagra" de estos últimos tiempos, quiero aprovechar la oportunidad para relacionarme más conmigo misma, para observar y descubrir las áreas a mejorar, las que tendría que potenciar y las que tendría que erradicar. Una oportunidad para darme cuenta de las cosas como esta, como descubrir que no puedo pasar a palabras lo que me hace bien, pero sí lo que me hace mal. Y no está bueno.
Tal vez no sea momento de hacer promesas, o de poner nuevas metas (sobre todo si son tan complejas), pero me nace la voluntad de hacerlo, casi como una necesidad. Quiero estar abierta a escribir lo positivo como lo negativo. En un mundo de contrastes, quiero encontrar mi propio gris. Quiero poder compartir lo bien y lo mal que estoy. Quiero poder escribir "sí, me rompieron el corazón" tanto como "sí, me hicieron reír y pasar un momento maravilloso".
Y esto me lleva a otra cuestión. Oralmente, me pasa lo contrario. Lo difícil, lo amargo, lo que duele no me sale verbalmente, me cuesta horrores decirlo. Tal vez muy adentro mío tenga la ilusión de que si no lo digo no le doy tanto peso, tanta identidad. La realidad es que no lo hago, y las pocas veces que sí lo hice me enfrenté a cosas que no quería, pero que tarde o temprano iba a tener que enfrentar. Te puedo decir lo mucho que significás para mí, pero me mata tener que decirte que me lastimaste. Pero lo puedo escribir. Pero no está bueno dártelo escrito. Y otra vez la confusión, la angustia. La ansiedad. Maldita ansiedad.
Me desespera no poder decir algunas cosas, pero no puedo. Son mías y de mi dolor. A menos que seas parte, dudo que lo pueda compartir.
Otra cosa que me frena de contar ese tipo de cosas es el llanto. No quiero llorar delante de gente, no me gusta, me pone mal. Ni siquiera enfrente de mis amigos más cercanos. Si tengo que llorar, prefiero hacerlo en un lugar donde nadie me conozca antes que en la casa de mi mejor amiga; prefiero llorar en un colectivo antes que en mi casa. Y si se me caen las lágrimas, cambio de tema, trato de protegerme. No puedo evitarlo, tal vez por eso me pasa lo que me pasa. Y si alguna vez me viste llorar, considerate especial; no es algo que haga con todo el mundo. Si llegaste a ese recodo de mi interior en el que la angustia se filtra al exterior y me hace llorar, tocaste una fibra muy íntima. Y si me viste llorar más de una vez, por favor no te vayas de mi vida; quiere decir que sos parte de mí.

sábado, 22 de junio de 2013

Memorias de tiempos felices

Hubo un tiempo en el que las Annis vivían en los Nicazos, ese lugar donde nada malo pasa; donde la magia es cosa de todos los días y la lluvia no moja.
En ese tiempo, las Annis vivían muy felices y tranquilas, y sentían crecer dentro suyo la felicidad, la paz, la serenidad y el amor. Las Annis se enamoraron de ese lugar mágico, tan bello como un lago del fin del mundo, tan brillante como el sol, tan profundo como el mar, tan especial como un trébol de cuatro hojas.
Las Annis adoraban ese lugar, era su templo. Adoraban los valles, las montañas, los bosques, los lagos, las dunas, los vientos, las lluvias, los truenos, el aire, el sol, la sal, la miel, la música que brotaba de las profundidades de esa tierra fértil y gloriosa, todo. Amaban los días de sol, las noches de luna radiante, los días de lluvia y las noches revoltosas.
Un día, una nube negra cubrió la tierra mágica de las Annis. Cubrió el cielo y se hizo tan espesa que el sol no volvió a salir nunca más, y la luna jamás volvió a brillar. Lo único que había era frío, de ese que se cuela hasta los huesos y se instala, ese que no se va ni con el más intenso fuego. Los días dejaron de existir y todo se convirtió en una eterna noche. Los huertos se marchitaron, y ninguna flor ni ningún fruto sobrevivió. Los animales durmieron y jamás despertaron, silenciosos y hasta podría jurar que tristes.
Las Annis intentaron hacer de todo para salvar su paraíso: prendieron fogatas a toda hora, araron la tierra, acariciaron a todos y cada uno de los animales, danzaron hasta perder conciencia de su cuerpo, cantaron a viva voz y oraron con toda la fuerza de sus corazones; corazones que amaban a esa tierra como una madre ama a sus hijos, incondicionalmente y a pesar de todo lo pasado. Lucharon hasta morir por su tierra, por su paraíso, por su hogar, por su lugar en el mundo.
Todas murieron peleando. Murieron incendiadas por las fogatas que encendieron, aturdidas por los cánticos que cantaron, heridas por las caricias dadas, destrozadas por las oraciones que hicieron. Murieron cansadas, tristes, extenuadas, pero a la vez enteras y felices. Porque el amor que sentían por ese lugar sagrado era eso, sagrado. Era inacabable, era insaciable. Siempre encontraban algo nuevo que amar, algo nuevo que adorar, que admirar, que cuidar. Murieron defendiendo eso en lo que creían, lo que sentían, lo que amaban, lo que conocían, lo que habían elegido para vivir. Cansadas de pelear, tristes por reconocerse vencidas y débiles, extenuadas por el esfuerzo puesto. Decepcionadas por no haber podido hacer suficiente para salvar ese lugar, su lugar. Deshidratadas por el sudor y las lágrimas. Pero enteras, porque su amor íntegro las mantenía de pie, les daba la fuerza y paciencia necesarias para seguir adelante, para enfrentarse a lo que sea que viniese. Pero felices, porque morían por defender su amor, su locura, su pasión, su hogar, su vida, su ilusión, su sueño, su lugar.

Pero felices porque su lugar no sufriría más daños, más abusos, más padecimientos.
Pero felices porque dieron todo por  lo que más lo valía.

lunes, 10 de junio de 2013

Las manos

Había llovido, porque las baldosas estaban húmedas, oscurecidas por gotas casi secas. Estaba un poco fresco, como en los amaneceres previos a la primavera. El sol no molestaba, porque era temprano; apenas se percibía su presencia a punto de salir. No había demasiada gente, pero tampoco estaban desiertas las calles. Lo justo y necesario como para no creer que es una fantasía. Nadie los miraba, a nadie le importó. En realidad, nadie lo percibió, nadie se dio cuenta. Cada uno estaba muy pendiente de su propia existencia, es ese uno de los problemas de la gran ciudad. Es así cómo la gente se pierde de presenciar los pequeños momentos de magia que regala el Universo.

Dos personas salen de una confitería. Ella vestía piloto y zapatos altos. Su cabellera castaña llovía por sobre su piloto, con un flequillo que oficiaba de paraguas de sus ojos marrones, abiertos de una manera particular. Él llevaba puesto un par de jeans y zapatillas. Sus ojos verdes iluminaban el gris de la ciudad, mientras que sus labios dejaban entrever una espléndida sonrisa. Su apariencia sencilla le daba un aire de seguridad y simpleza. Ambos salen con una mirada un tanto fuera de lo común, como si hubiesen presenciado un hecho único allí dentro. No dicen nada, no necesitan hacerlo. Ambos estuvieron ahí, han experimentado lo mismo, aunque ciertamente no significó lo mismo para los dos. Él parecía sentirse satisfecho, como si hubiera llegado a una meta deseada. Su mirada era tranquila, pero intensa. Como la de esas personas que saben que lo lograron, y que llegaron a donde querían estar. Ella se veía un poco perdida, como shockeada. Como si algo hubiese ocurrido muy rápido y todavía intentase comprenderlo. Como si una bala perdida la hubiese rozado e intentase ver desde dónde vino.

Salen de la confitería y doblan en la esquina. Se puede ver que están juntos porque caminan al mismo ritmo, sus pasos se siguen los unos a los otros en una coreografía improvisada que hace pensar que hay algo que las une, que las guía en el mismo sentido. Caminan juntos pero separados. Cada uno por su lado de la vereda, pero uno al lado del otro. No hablan demasiado, no tienen necesidad de hacerlo. Han atravesado la misma experiencia, por lo que las palabras están demás. Él parece estar viendo algo que ella no. Ella parece estar rebobinando algo en su cabeza. Cada uno viendo una película distinta en su mente.

Llegan al final de la cuadra. Ella intenta irse, empieza a despedirse atropelladamente, pero él la interrumpe. Le dice que la quiere acompañar. Ella se niega, pero se puede ver que es sólo por una cuestión protocolar. Él lee este mensaje subliminal e insiste. Finalmente, ella acepta. Se dispone a marcar el paso y la dirección como tantas otras veces pero algo pasa dentro de ella. Se da cuenta de que no quiere marcar el paso. Que no quiere que la sigan, no quiere liderar ni encabezar. Descubrió en ese preciso y pequeño instante que lo que quería en realidad era que alguien la acompañe; que no vaya ni adelante ni atrás, sino a la par. Y mientras se daba cuenta de todas estas cosas, se vio caminando junto a él. De repente, él se le representó como eso, como un compañero, como alguien que no le iba a imponer un rol delimitado, sino como alguien que caminaba a su lado. Simplemente eso, caminaba a su lado. Ni atrás, ni adelante; ni más rápido ni más lento. Caminaban relajadamente, como si no tuvieran apuro alguno, como si nadie los esperase, como si el tiempo no pasara.

Y en el medio del normal palpitar de la vida cotidiana, en medio de esa rutina tantas veces ejecutada, en medio de las vidas grises de todas esas personas en las paradas de colectivo viviendo una rutina gastada, sucedió el milagro. Dos manos hicieron contacto, una llenándose de la vida que corría por las venas de la otra. La mano derecha de él y la izquierda de ella se encontraron casualmente, casi de forma natural en plena avenida de la ciudad, paralizando por un instante el ritmo de la vida, el fluir cansino de las miles de vida que componen esas moles de concreto. Esas manos que anduvieron vagando por todos lados antes de encontrarse. Dos manos que se encontraron, se unieron e iluminaron el Universo por un momento; un momento en el que ambos comprendieron que nada sería igual. Ella sintió que el mundo se perdió, que estaba caminando entre las nubes contemplando un paisaje nunca antes visto: el de los ojos de él prendidos de los suyos. Él sintió el peso de la responsabilidad que conllevaba agarrar esa mano, de esa responsabilidad que ansiaba tomar. De la responsabilidad que era agarrar esa mano curtida que había recibido golpes varios, que había lavado heridas propias y ajenas, que había acariciado antes y que con un poco de suerte lo acariciaría a él. Sintió la felicidad de agarrar la mano que quería agarrar entre muchas otras manos que se le habían ofrecido, y sintió también la satisfacción de que esa mano que quería no lo soltara, sino que además se aferrara a la suya.

El mundo se paró un momento, como corresponde cuando sucede algo que va a cambiar el curso de la vida para siempre. El mundo se congeló, y permitió que esas manos se convirtieran en una sola, en una unión que podría ser la razón por la cual esos pájaros cantan, o aquellos niños ríen, o los labios de él se acercan a los de ella y reconfirman que esa es la mano que buscaba.

domingo, 9 de junio de 2013

Un algo

Una sonrisa
Un abrazo
Un beso
Una caricia
Una vuelta
Una caminata
Una mirada
Un vistazo al corazón
Un regalo
Un milagro
Una esperanza
Un amor
Un sueño
Una historia
Un camino
Un bote
Una canción
Un corazón
Una vida
Un resto
Una visión
Una misión
Un abrigo
Un hogar
Un baile
Una palabra


Algo.