jueves, 2 de enero de 2014

Adiós para siempre

Mirar hacia atrás es algo que no podemos evitar hacer. Aunque sea por un microsegundo, todos lo hacemos. En especial en estas fechas, en las que estamos sensibles, ansiosos, cansados. Raros, digamos.

¿Qué veo cuando miro hacia atrás? Veo lo que pasó y lo que me dijeron que pasó. Veo a las personas que, con mayor o menor fuerza, gravitaron en mi universo. Veo las cosas en las que creí y creo, y las puertas que abrí y se me abrieron. Veo imágenes, algunas sueltas y otras siguiendo un orden, concatenadas.

Cuando miro hacia atrás para despedir al 2013, veo a la persona que era, la que empezó el año. Esa chica tenía ansiedad por la decisión laboral que iba a tomar, por los vínculos medio inconclusos que dejaba con ella, por el nuevo camino a recorrer. Esa chica era idealista en cuánto a su carrera universitaria, creyendo que podría dominar a una universidad que existe hace casi dos siglos y no viceversa. Ella creía que finalmente había logrado encontrar el equilibrio y la paz que buscaba en su pareja, y era feliz corriendo por la arena y jugando en sus brazos. Ella pensaba que mal que mal su familia estaba bien como estaba, y que cada día que pasaba la quería más, con sus locuras y todo. Ella sentía que sus amigos eran los mejores, que tenía un dream team a su lado.

Sí, así de ingenua era cuando empezó el 2013. Una estúpida, lo sé. ¿Pero saben qué? El 2013 me ayudó a cerrar una etapa de gran crecimiento que venía teniendo hace tiempo. Bueno, no sé si cerrar, pero al menos a madurar ese crecimiento; a concentrarlo, capitalizarlo y aprovecharlo; a ser consciente realmente de todo lo que pasaba y me pasaba.

En 2013, entre otras cosas, cambié de trabajo; me desilusioné del trabajo que conseguí y descreí en mí; volví a cambiar de trabajo y fue el primer trabajo que conseguí sin tener contactos o haber acudido a terceros; acudí a mi familia para tomar decisiones que nunca antes les hubiese consultado; amé profundamente y empecé a considerar seriamente un futuro en conjunto con mi pareja; empecé a trabajar en blanco y en un lugar serio; extrañé mis comodidades de niña y empecé una vida plenamente adulta; trastabillé en la facultad y perdí un poco el rumbo; me reencontré con gente que extrañaba; me establecí en un trabajo y planté semillas de relaciones con mis compañeros; empecé a escuchar más al otro y a dejar de hablar tanto; fraternicé con el enemigo; confié ciegamente; soñé sueños muy lindos y desperté con pesadillas; me rompieron el corazón sin entender muy bien cómo ni por qué; dejé de lado mis penas y me la jugué por el equipo; me saqué la armadura y me mostré frágil y vulnerable delante de todos; me sentí sola y diminuta; me dolió que verlo soltero y verme sola; me sequé las lágrimas y comprendí que mis amigos y mi familia seguían ahí, al pie del cañón con los más sinceros abrazos, las miradas llenas de pena, las palabras más coherentes, las más incoherentes y las mayores ganas de verme repuesta; perdí mi armadura de guerrera así que dejé de pelearla; empecé a querer sanar así que junte valor y no lloré mientras hablé por teléfono; entendí que no tenía que andar de pelea por el mundo sino pelear cuando hiciera falta; entendí que me había olvidado de eso cuando quise pelear por lo que amaba y no tuve chance; descubrí que me seguía importando más la felicidad del otro que la mía y que en realidad eso es lo que me hace feliz; me rendí con la facultad y me perdoné por ello; me cansé de sufrir y me propuse sanar; eché raíces en el trabajo donde conocí personas hermosas; lo escuché feliz y fui feliz; mis sobrinos me llenaron de besos y alegraron mi corazón; aprendí a aceptar (o no necesariamente) los defectos de mis amigos; me propuse aceptar a mi familia tal cual es; quise escaparme lejos y no pude; retomé la facultad y me fue mejor; decidí no presionarme durante ese año; encontré rincones de mí que no sabía que existían; encontré muy buena gente en el camino; entendí que no es el tiempo transcurrido lo que me une a la gente, sino los gestos y las acciones; intenté cosas nuevas y no fueron lo mío; intenté cosas nuevas y me gustaron; decidí arriesgarme a vivir la vida; decidí no festejar mi cumpleaños porque era muy difícil y siempre terminan mal mis festejos; me enfermé en mi cumpleaños; salí de cool hunter y me encantó; tuve mi primer evento empresarial; me miré frente a un espejo y me gustó absolutamente todo lo que vi (sólo un día, pero es un buen comienzo); me desvergoncé; deseé cosas como nunca antes; fui a un recital espectacular; abracé muy fuerte a mis amigos, a mis sobrinos y a mi familia; me propuse decirle siempre a la gente que quiero cuánto la quiero; decidí dejar que la vida pase a través de mí; me dediqué a relajarme; me resigné; me sinceré conmigo misma y con los demás, y tuvo una repercusión genial; le dije lo que sentía sin pelos en la lengua; lloré delante del que me rompió el corazón y no me dio (tanta) vergüenza porque fui honesta y visceral; me desinflé; respiré hondo; reflexioné; decidí; brindé; lloré de la risa cuando pensé que la iba a pasar mal; vi irse de mi vida y de mi cotidianeidad a varias personas y por ellas lloré y brindé; conocí y redescubrí a unas cuantas personas.

Y si miro para atrás y veo todo esto, puedo decir con seguridad que 2013 fue un año intenso, pero que al final de cuentas fue positivo. Crecí muchísimo y entendí más y mejor unas cuantas cosas. Me quedan muchas cosas de este año. Pero así y todo, agradezco que no vuelvas.

APS, 2013.

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