No sé en qué me estoy equivocando. O sea, sí sé en qué me
equivoco, pero no sé en qué me equivoco puntualmente en esto, con vos.
Te dije cosas que no me arrepiento de habértelas dicho, pero
sí me arrepiento de haberlo hecho en ese momento, en ese lugar. Siento que no
te respeto tus tiempos, tu lugar, pero no puedo estar así. Me mata, me carcome
no poder decir lo que me pasa, lo que siento, lo que tengo dentro. Y sí, sé que
no necesitás que yo venga a decirte estas cosas porque vos también cargás con
lo tuyo, pero no puedo no hablarlo con nadie.
Me la paso comiéndome las uñas, porque si bien no pretendo
que me digas nada, que resuelvas nada – porque técnicamente no hay nada que
resolver – ando necesitando hablar con la verdad, decirnos las cosas que nos
tenemos que decir. Fantaseo con una charla, fantaseo con mirarte y decirte
todas las cosas que se me cruzan por la mente y por el corazón, pero no, no lo
voy a hacer. Quedate tranquilo que no lo voy a hacer. Pero lo que sí voy a
hacer es pedir disculpas cuando sienta que me equivoco, y ayer sentí que me
equivoqué y te pedí disculpas. Y ni un “Ok” me diste. ¿Cuánto te puede costar un “Ok”, o un “Está bien, no pasa nada”? ¡Incluso un “no me rompas
las pelotas” sería mejor que ese silencio!
Querías que las cosas sigan igual que siempre. Está bien, yo
no te la hago fácil, lo admito. Eso es porque no lo es para mí tampoco. Pero
vos querías que todo sea como siempre y fuiste el primero en cambiar.
Ahora la que tiene muchas cosas en mente soy yo. Tengo dos
parciales que rendir. Ojalá te olvides de
mí y sigas adelante.
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