lunes, 10 de junio de 2013

Las manos

Había llovido, porque las baldosas estaban húmedas, oscurecidas por gotas casi secas. Estaba un poco fresco, como en los amaneceres previos a la primavera. El sol no molestaba, porque era temprano; apenas se percibía su presencia a punto de salir. No había demasiada gente, pero tampoco estaban desiertas las calles. Lo justo y necesario como para no creer que es una fantasía. Nadie los miraba, a nadie le importó. En realidad, nadie lo percibió, nadie se dio cuenta. Cada uno estaba muy pendiente de su propia existencia, es ese uno de los problemas de la gran ciudad. Es así cómo la gente se pierde de presenciar los pequeños momentos de magia que regala el Universo.

Dos personas salen de una confitería. Ella vestía piloto y zapatos altos. Su cabellera castaña llovía por sobre su piloto, con un flequillo que oficiaba de paraguas de sus ojos marrones, abiertos de una manera particular. Él llevaba puesto un par de jeans y zapatillas. Sus ojos verdes iluminaban el gris de la ciudad, mientras que sus labios dejaban entrever una espléndida sonrisa. Su apariencia sencilla le daba un aire de seguridad y simpleza. Ambos salen con una mirada un tanto fuera de lo común, como si hubiesen presenciado un hecho único allí dentro. No dicen nada, no necesitan hacerlo. Ambos estuvieron ahí, han experimentado lo mismo, aunque ciertamente no significó lo mismo para los dos. Él parecía sentirse satisfecho, como si hubiera llegado a una meta deseada. Su mirada era tranquila, pero intensa. Como la de esas personas que saben que lo lograron, y que llegaron a donde querían estar. Ella se veía un poco perdida, como shockeada. Como si algo hubiese ocurrido muy rápido y todavía intentase comprenderlo. Como si una bala perdida la hubiese rozado e intentase ver desde dónde vino.

Salen de la confitería y doblan en la esquina. Se puede ver que están juntos porque caminan al mismo ritmo, sus pasos se siguen los unos a los otros en una coreografía improvisada que hace pensar que hay algo que las une, que las guía en el mismo sentido. Caminan juntos pero separados. Cada uno por su lado de la vereda, pero uno al lado del otro. No hablan demasiado, no tienen necesidad de hacerlo. Han atravesado la misma experiencia, por lo que las palabras están demás. Él parece estar viendo algo que ella no. Ella parece estar rebobinando algo en su cabeza. Cada uno viendo una película distinta en su mente.

Llegan al final de la cuadra. Ella intenta irse, empieza a despedirse atropelladamente, pero él la interrumpe. Le dice que la quiere acompañar. Ella se niega, pero se puede ver que es sólo por una cuestión protocolar. Él lee este mensaje subliminal e insiste. Finalmente, ella acepta. Se dispone a marcar el paso y la dirección como tantas otras veces pero algo pasa dentro de ella. Se da cuenta de que no quiere marcar el paso. Que no quiere que la sigan, no quiere liderar ni encabezar. Descubrió en ese preciso y pequeño instante que lo que quería en realidad era que alguien la acompañe; que no vaya ni adelante ni atrás, sino a la par. Y mientras se daba cuenta de todas estas cosas, se vio caminando junto a él. De repente, él se le representó como eso, como un compañero, como alguien que no le iba a imponer un rol delimitado, sino como alguien que caminaba a su lado. Simplemente eso, caminaba a su lado. Ni atrás, ni adelante; ni más rápido ni más lento. Caminaban relajadamente, como si no tuvieran apuro alguno, como si nadie los esperase, como si el tiempo no pasara.

Y en el medio del normal palpitar de la vida cotidiana, en medio de esa rutina tantas veces ejecutada, en medio de las vidas grises de todas esas personas en las paradas de colectivo viviendo una rutina gastada, sucedió el milagro. Dos manos hicieron contacto, una llenándose de la vida que corría por las venas de la otra. La mano derecha de él y la izquierda de ella se encontraron casualmente, casi de forma natural en plena avenida de la ciudad, paralizando por un instante el ritmo de la vida, el fluir cansino de las miles de vida que componen esas moles de concreto. Esas manos que anduvieron vagando por todos lados antes de encontrarse. Dos manos que se encontraron, se unieron e iluminaron el Universo por un momento; un momento en el que ambos comprendieron que nada sería igual. Ella sintió que el mundo se perdió, que estaba caminando entre las nubes contemplando un paisaje nunca antes visto: el de los ojos de él prendidos de los suyos. Él sintió el peso de la responsabilidad que conllevaba agarrar esa mano, de esa responsabilidad que ansiaba tomar. De la responsabilidad que era agarrar esa mano curtida que había recibido golpes varios, que había lavado heridas propias y ajenas, que había acariciado antes y que con un poco de suerte lo acariciaría a él. Sintió la felicidad de agarrar la mano que quería agarrar entre muchas otras manos que se le habían ofrecido, y sintió también la satisfacción de que esa mano que quería no lo soltara, sino que además se aferrara a la suya.

El mundo se paró un momento, como corresponde cuando sucede algo que va a cambiar el curso de la vida para siempre. El mundo se congeló, y permitió que esas manos se convirtieran en una sola, en una unión que podría ser la razón por la cual esos pájaros cantan, o aquellos niños ríen, o los labios de él se acercan a los de ella y reconfirman que esa es la mano que buscaba.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario