sábado, 22 de junio de 2013

Memorias de tiempos felices

Hubo un tiempo en el que las Annis vivían en los Nicazos, ese lugar donde nada malo pasa; donde la magia es cosa de todos los días y la lluvia no moja.
En ese tiempo, las Annis vivían muy felices y tranquilas, y sentían crecer dentro suyo la felicidad, la paz, la serenidad y el amor. Las Annis se enamoraron de ese lugar mágico, tan bello como un lago del fin del mundo, tan brillante como el sol, tan profundo como el mar, tan especial como un trébol de cuatro hojas.
Las Annis adoraban ese lugar, era su templo. Adoraban los valles, las montañas, los bosques, los lagos, las dunas, los vientos, las lluvias, los truenos, el aire, el sol, la sal, la miel, la música que brotaba de las profundidades de esa tierra fértil y gloriosa, todo. Amaban los días de sol, las noches de luna radiante, los días de lluvia y las noches revoltosas.
Un día, una nube negra cubrió la tierra mágica de las Annis. Cubrió el cielo y se hizo tan espesa que el sol no volvió a salir nunca más, y la luna jamás volvió a brillar. Lo único que había era frío, de ese que se cuela hasta los huesos y se instala, ese que no se va ni con el más intenso fuego. Los días dejaron de existir y todo se convirtió en una eterna noche. Los huertos se marchitaron, y ninguna flor ni ningún fruto sobrevivió. Los animales durmieron y jamás despertaron, silenciosos y hasta podría jurar que tristes.
Las Annis intentaron hacer de todo para salvar su paraíso: prendieron fogatas a toda hora, araron la tierra, acariciaron a todos y cada uno de los animales, danzaron hasta perder conciencia de su cuerpo, cantaron a viva voz y oraron con toda la fuerza de sus corazones; corazones que amaban a esa tierra como una madre ama a sus hijos, incondicionalmente y a pesar de todo lo pasado. Lucharon hasta morir por su tierra, por su paraíso, por su hogar, por su lugar en el mundo.
Todas murieron peleando. Murieron incendiadas por las fogatas que encendieron, aturdidas por los cánticos que cantaron, heridas por las caricias dadas, destrozadas por las oraciones que hicieron. Murieron cansadas, tristes, extenuadas, pero a la vez enteras y felices. Porque el amor que sentían por ese lugar sagrado era eso, sagrado. Era inacabable, era insaciable. Siempre encontraban algo nuevo que amar, algo nuevo que adorar, que admirar, que cuidar. Murieron defendiendo eso en lo que creían, lo que sentían, lo que amaban, lo que conocían, lo que habían elegido para vivir. Cansadas de pelear, tristes por reconocerse vencidas y débiles, extenuadas por el esfuerzo puesto. Decepcionadas por no haber podido hacer suficiente para salvar ese lugar, su lugar. Deshidratadas por el sudor y las lágrimas. Pero enteras, porque su amor íntegro las mantenía de pie, les daba la fuerza y paciencia necesarias para seguir adelante, para enfrentarse a lo que sea que viniese. Pero felices, porque morían por defender su amor, su locura, su pasión, su hogar, su vida, su ilusión, su sueño, su lugar.

Pero felices porque su lugar no sufriría más daños, más abusos, más padecimientos.
Pero felices porque dieron todo por  lo que más lo valía.

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